Heavens and drums:Travel notes.
Por: Duván Andrés Sánchez García
Estudiante Artes Plásticas | Universidad de Caldas|duvan.11911294@ucaldas.edu.co

Figura 1. Sánchez, D. (2024). Cielos y Tambores [Ilustración]. Buenos Aires. Cortesía del artista
“Habíamos estado en todas partes. Pero, en realidad, no habíamos visto nada”
-Vladimir Nabokov
Una sala de conciertos suspendida en el interior de un edificio. Su forma, color y textura como las de una semilla gigantesca, y yo en lo más alto de las graderías. Allá en el suelo golpearon un bombo sobre el que habría podido dormir tranquilamente (siempre que nadie le lanzara un mazazo), acostarme con brazos y piernas extendidas. Cuando me atravesó el estruendo también me sucedió una idea: acababa de estallar un trueno a mis pies, no sobre mí, ¡porque estaba por encima del cielo! Pero, cuando terminaron, me reproché la comparación, el caer en la metáfora fácil: esa manía que tanto abunda de proponer una semejanza para intentar darle a algo la grandiosidad que no tiene. Fue un alivio haber estado solo porque en cuanto vino a mí aquel pensamiento quise contárselo (¿pero, a quién?), y era preferible así, que no me oyeran ni me acusaran de ingenuidad: ser el único testigo de mi tontería.
Aunque sí había estado antes, si no por encima del cielo, al menos a una altura considerable. Una de aquellas veces, suspendido en el aire (pero no en un auditorio), miraba por la ventanilla: ¡tanto tiempo que temí que quien me viera viendo al cielo pensara que no había volado nunca! Es que tenía debajo una extensión ininterrumpida de nubes, como un mar ebullido y vuelto a condensar, y buscaba algún punto en que se separara y me dejara ver la tierra debajo. Imposible: ese blanco cubría perfectamente la superficie y calcaba el suelo y su irregularidad como si se tratara de un molde o una sábana que reproduce el relieve del cuerpo al que cubre. Así adivinaba yo, bajo las crestas trazadas por el camino de las nubes, colinas sobre las que no vivía nadie y, bajo sus valles, depresiones en el terreno. Lo que no pude imaginar fueron personas.
De todas formas, al final, no hizo falta porque terminé por encontrármelas: un niño brillante, un hombre que nos habló sobre centauros y disputas míticas entre hermanas que terminaron en muerte, otro par de hermanas con el que sí que pude hablar y otra clase de animales en mi plato, deliciosos, que no nombro porque me avergüenza. Aunque es mejor dejarlas para después: no me interesa ese viaje hacia el este caluroso sino uno, posterior y muy distinto, hacia el sur, tan arriba en el globo como nunca antes había estado.
De camino, cuando pude mirar por la ventanilla, estábamos sobrevolando el litoral pero de forma que me era imposible ver la tierra o ver el cielo: sólo conseguía dirigirme hacia abajo, a un azul inacabable e inmaculado. Quizá porque encuentro entretenido perderme a veces en la confusión, me dio por creer que el avión estaba dado vuelta, que si caía no iba a zambullirme en agua sino a salir despedido del planeta, que ese azul no era sino un cielo despejado por completo. Pero no se cayó nadie y todos aplaudieron cuando estuvimos a nivel del suelo, como si en el fondo sintieran alivio, como si hubieran sospechado catástrofes. Luego los vería aplaudir también en otros sitios: en el cine, sin falta, antes de empezar una película y en cuanto terminaba; en la calle, frente a alguien que hiciera música; incluso alguna vez aplaudimos y gritamos en el metro, en medio de una efervescencia deliciosa, impacientes por lo que estaba por tener lugar.
El que un vagón de metro suele estar abarrotado hasta lo penoso ya es cosa sabida: no habría sorpresa en mencionar que por las estaciones circulan cientos de miles de personas, y yo ni siquiera estaba en Tokio o en Ciudad de México ¿Qué decir entonces? Sólo un par de cosas: en todos lados hay quien intenta vender cosas que nadie quiere, representando la pantomima universal del comercio para encubrir la mendicidad, la súplica, con la diferencia de que únicamente allí he visto que los vendedores dejen sus mercancías sobre las piernas de los potenciales compradores. Así, me parece, ponen a la otra persona en una situación bochornosa: no puede negarse a recibir ese objeto y, por tanto, al compromiso que subyace; lo miran a uno como diciendo: “pero es evidente, asombrosamente claro, ¿no estoy yo aquí, mendigándote, adquiriendo sobre ti un crédito por este solo hecho? Entonces, ¿qué piensas? ¿dónde tienes la cabeza?” (Lévi-Strauss, 1988). Y uno ve esos ojos y debe regresar los audífonos, las medias, los cordones o ni siquiera eso: regresar el papelito que dice que viven con hambre siendo viudas, huérfanos, enfermos. A la estación Diagonal Norte de la línea C la decoran azulejos hermosos y yo los veo mientras escucho a una mujer pedir ayuda porque es ciega.

Figura 2. Sánchez, D. (2024). Cielos y Tambores [Ilustración]. Buenos Aires. Cortesía del artista
De vuelta a ese día colmado de arengas, me llegué a preguntar si tenía caso ir, si era justo o tenía sentido que marchara, en un país ajeno, por causas ajenas, haciendo coro de consignas a las que seguro que no tenía derecho. El que yo estuviera en ese suelo un 23 de abril era mera coincidencia, pero desde mi cuarto, a través de la ventana, se veía el cielo azul y se escuchaban bombos y cornetas que acallaron cualquier duda o cualquier pudor ¡Qué importaba!, ¿quién me lo iba a reclamar? Esa multitud en el subte no me iba a reprochar mi acento extranjero y es seguro que, ya arriba, mi voz era indistinguible de la del resto, que se había convertido en un clamor como de partido de fútbol; porque eso parecían las calles: tribunas que hubieran desbordado estadios, un carnaval fuera de calendario, inesperado, enardecido ¿Cómo no cantar, cómo no saltar con el resto? Hasta el impulso de encaramarse a lo que fuera me pareció, entonces, perfectamente comprensible, cuando antes, después de un mundial, tal panorama me había causado tanta risa. Yo quería ver la muchedumbre desde arriba, presenciarla aun a costa de no estar sumergido en ella: la suma de insignificancias convertida en mar. Nadie de quienes estaban ahí era alguien realmente pero, ¿cómo fingir que no estaba la ciudad entera? “Y cuando estuvo entre la multitud humana no fue casi nada; solo un ser humano entre muchos (…)” (Hamsun, 1969).
Luego, intentar salir de ahí, claro, porque falta el aire ¿Sería eso lo que buscaba de un viaje sin fotografías, sin mensajes para mis amigos, sin llamadas para la familia? ¿Desaparecer en multitudes de desconocidos? ¿Salir de la patria como Ovidio (1996) que se separaba de su país como si se separara de sus propios miembros cuando una parte de su cuerpo “parecía que era arrancada de la otra”? ¿Qué sería lo que quería arrancar de mí?
Como no supe responderme me aventuré a arrancarme el aburrimiento yendo una noche al Vorterix, llamado por afiches que cubrían las calles y esperando, con suerte, hacerme algún amigo: “¿Escucha Winona Riders?, ¡yo igual!”. Un palco cercaba la pista, decenas de pies muy por encima de mi cabeza y ojos que veían y ojos que grababan apuntando al tumulto de abajo. Podía subir y ser testigo, registrar el espectáculo, ser consciente, gracias a la distancia y a ese excepcional punto de vista, de la verdadera escala del concierto; o quedarme allí sumergido en lo que pasaba. Hice lo más sensato (que no lo más inteligente) y me dejé golpear y arrastrar de un lado al otro, ahogándome en calor ajeno, bruñido con sudor. Ojalá lamer la transpiración que me llega a la boca y sorprenderme con el sabor, no hallarlo salado sino amargo, hervir por dentro al tiempo que al iris se lo devora la tiniebla por completo. De haber pasado podría contar, sin tropezar con una sola metáfora, sin que fuera adorno o invención con pretensiones literarias, que mi cuerpo se descoyuntó con un golpe de tambor, que se elevaba mientras se alargaba como una cadena, como la piola de un trompo, y que vibraba al fin como una cuerda. Vuelto un líquido le habría dado materia al sonido al prestarle forma, le habría servido de recipiente, vuelto la carne de esas voces que gritaban. Estando así, quizá, las luces habrían estallado realmente, el palco disuelto y, a la altura de mi rostro, el techo en contacto con mi coronilla o, bueno, quién sabe, podría haber ocurrido como en sueños cuando me quedo ciego.

Figura 3. Sánchez, D. (2024). Cielos y Tambores [Ilustración]. Buenos Aires. Cortesía del artista
Pero es que era cierto que le daba forma al estruendo, ¿o acaso no vibraba el suelo y yo con él, no era yo el líquido de mi sudor y mi sangre? En el escenario golpeaban el parche de un bombo y sobre el suelo a mí me golpeaba gente hermosa: los miraba y que esas manos me estrujaran así era para agradecérselos. No había metáfora en ningún lado, subíamos y bajábamos, no como un mar sino hechos uno. La marcha y el concierto no eran como un carnaval sino lo mismo: “el latido de los tambores, el encantamiento de zumbidos extraños” (Conrad, 2021). El ritual maravilloso de una fiesta.
Pero mejor paro de escribir, que me tropiezo.
Referencias
Lévi-Strauss, C. (1988). Tristes trópicos. Ediciones Paidós Ibérica S.A.
Hamsun, K. (1969). Bendición de la tierra. Plaza y Janés S.A., Círculo de lectores S.A.
Ovidio. (1996). Tristes. Planeta de Agostini S.A.
Conrad, J. (2021). El corazón de las tinieblas. Plutón ediciones X. s.l.
Cómo citar:
Sánchez, D. (2024). Cielos y Tambores: Notas de viaje. Portal Error 19-13. Revista de arte contemporáneo 5 (9). Disponible en: https://portal-error-1913.com/2025/04/25/cielos-y-tambores/
Fecha de recibido: 30 de Junio de 2024 | Fecha de publicación: 25 de Abril de 2025
Portal Error 19-13. Revista de arte contemporáneo.
ISSN: 2711-144
